Joaquín Schmidt

huellas


unieron a Joaquín Schmidt, al diseñador valenciano Paco Bascuñán, al artista de Alzira Joan Verdú y a Víctor Martínez. Juntos diseñaron la cabecera y contenidos de la primera web del Restaurante Joaquín Schmidt entre comidas, cenas, risas, complicidades y mucha conversación. La “gallina” que comenzó a recorrer el camino en el año 2003 seguirá contando historias en la actual versión web.

[joaquinschmidt.com/huella]

En relativamente poco tiempo, el panorama culinario de Valencia ha comenzado a abrirse al escenario de la modernidad. Joaquín Schmidt es un restaurante muy personalizado en el que su propietario elabora una cocina de autor utilizando los productos de la despensa autóctona.

Estilo guía Joaquín Schmidt

Inaugurado en 1993, y fuera del circuito centro-gastronómico de la ciudad, el nuevo Joaquín Schmidt se halla en la Rivière del viejo cauce del Turia. Joaquín, hijo de alemanes pero madrileño de cuna, cocinero de reyes y también asesor gastronómico de los más destacados personajes de la farándula madrileña, ha logrado realizar un gran sueño: «abrir un restaurante y guisar par un grupo de amigos».

Club de Gourmets Reseña JS

Hay dos hechos cruciales en la historia moderna y contemporánea de la cocina valenciana: la invención de la paella y la revolución de los años noventa. En esta década se ha consolidado finalmente en la ciudad y reino de Valencia una cierta modernidad gastronómica que siempre será irreverente para unos y mojigata para otros. Joaquín Schmidt ha sido uno de los referentes en esa revolución incruenta.

Cocina a ras del suelo

Entrevista.

— ¿En qué se asemejan y diferencian Joaquín Schmidt persona y Joaquín Schmidt restaurante?

— Diría yo que no hay ninguna diferencia. El restaurante es un reflejo de lo que es Joaquín Schmidt.

Hello

En Valencia tenemos un restaurante con la misma magia que nos cautivó en El Bulli. Está escondido, alejado de los focos mediáticos, de modas o esnobismos: Joaquín Schmidt. Gran admirador y seguidor de lo que fue El Bulli, Joaquín ha sabido crear su propio lenguaje, su historia personal, su filosofía de vida que traspasa a su restaurante, algo único no extrapolable a otros.

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Que nadie se lleve a engaño: la cocina valenciana se ha hecho mayor. Cuenta con una insuperable despensa natural, punto de partida indispensable, y con unos cocineros que creen en su cocina, en su recetario, en su imaginación. Y de esto último, Valencia tiene en grandes cantidades, tal y como demuestran joaquín Schmidt y Ricard Camarena en nuestro «Mano a mano».

Joaquín Schmidt y Ricard Camarena

El barrio parece un obviedad, pero de vez en cuando hace falta que alguien como Joaquín Schmidt nos lo recuerde. Esto de la gastronomía es para disfrutar, solo o en compañía, pero para disfrutar.

El barrio

Joaquín Schmidt sería el «pater» De su mano descubrió la gastronomía en el espectro más amplio. De su mano visitó por primera vez El Bulli. Y voló. «A partir de ahí nacen las ganas de buscar más, de conocer restaurantes, de leer libros… Ahí nació el vicio este».

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De lo que de sus manos sale, te dejo un puñado de platos. Poesía urbana cocinada, arte pop pochado, aceite de sueños camuflado en salsas, principios y valores guisados con el ingenio de un gastrosabio. Te dejo ver. Y no te cuento lo que es. Como hace él. Bueno —entre tú y yo— te deslizo alguna pista.

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En los 80 cocinaba para la jet set en Madrid; en los 90, el amor se cruzó en su camino y lo dejó todo para abrir un restaurante en Valencia. Ahora, trabaja en él feliz y solitario haciendo, entre música y cazuelas, poesía casi clandestina.

Un refugio para amigos

Una Cena de los Sentidos en el restaurante de Joaquín Schmidt en la que los comensales se llaman Tricicle, parte de su equipo y amigos (unas doce de personas) que no sabían que iban a ser devorados por los sueños.

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En una calle alejada del centro Valencia, apartado de los focos mediáticos, se encuentra Joaquín Schmidt quien compra, cocina y sirve a sus clientes. Uno de los pioneros de la «cocina de autor» durante los años 90 que desde hace más de 10 se dedica íntegramente a su restaurante, sin ayuda de ningún camarero ni ayudante de cocina.

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Mientras afilaba los lápices, Talking Heads sonaba en el refugio del cocinero anacoreta. «Es en homenaje a mi amigo Joan Verdú». El artista, que acaba de partir, diseñó la gallina ArtCrem que identifica a su restaurante. Joaquín vestía de negro. Una camiseta con un mensaje: «No sigo el guión».

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Joaquín Schmidt tiene la misma ilusión que el primer día. Siempre ha sabido que iba a tener un restaurante como el que tiene. Con tres mesas es feliz «para qué más, los límites los pones tú». La vida son tres días —comenta Schmidt— y uno tiene que poder disfrutar con lo que hace. Ferran Adrià ha influido en su manera de entender la gastronomía y de cocinar. «Con una formación clásica y con técnicas hago una cocina muy personal, la imaginación es libre».

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Un cocinero, un panadero y un pastelero. Una velada privada donde las palabras se mezclaban con la masa madre, las espumas y la mouse de frutas. Un menú de pensamientos culinarios, donde el comer era algo más que alegrar el paladar y la conversación, algo más que departir.

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Joaquin Schmidt. «La vida nos ha puesto en una situación muy compleja y difícil. Salir de ella implica sacar los mejor de todas y de todos para ayudar y ayudarnos. Volveré a cocinar con la misma ilusión del primer día».

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Joaquín Schmidt es como una casa de colegas que se juntan a comer, como un nido de amor de amantes de lo gourmet, como un refugio de nostálgicos a los que le gusta tararear la vida mientras se dejan sorprender… Joaquín Schmidt Restaurante es sencillamente auténtico.

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Joaquín Schmidt es el restaurante del cocinero homónimo. Un espacio en la ciudad de Valencia donde se practica una cocina sumamente creativa que se aleja de las modas imperantes.

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Joaquín Schmidt y Juan Colomer tansforman el obrador de «El Taller» en una delicada mesa entre amigos. Noviembre de 2021.

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Los peculiares anem de paella.

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El cocinero regala raciones de recetas familiares a Juan Mir, un hostelero que abrió su local hace poco más de un año y que todavía no se puede creer la suerte que ha tenido con su ilustre vecino. ver más
Una patata reúne a 60 amigos para rendir el homenaje definitivo a Joan Verdú
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La patata más querida de Valencia.
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Hola María

Sólo fueron dos huevos, aceite y sal. Tres simples ingredientes que se convirtieron en un plato que hacía tiempo que no disfrutaba tanto. En mis manos se hubieran convertido en algo banal, pero en las del cocinero Joaquín Schmidt mutaron en la mejor tortilla francesa que he probado jamás.

La historia comienza durante el transcurso de una entrevista, en la que casi por curiosidad le pregunté por esa fijación de los jefes de cocina por examinar a sus pupilos preparando una simple tortilla. Schmidt empezó a hablar sobre la importancia de la calidad de los ingredientes, pero al final me soltó: «Mira, lo mejor es que te haga una en un momento y lo compruebas». Huevos a temperatura ambiente, algo crucial para el resultado final. Aceite de oliva virgen extra y una buena sal sin refinar. Y una sartén que no se debe pegar. Se dejan calentar un par de cucharadas de aceite y se vierten los huevos batidos en plan James Bond, es decir, agitados; nada de poner en marcha la centrifugadora. Se vierte, se remueve en el centro para que vaya cuajando y se inclina la sartén hacia adelante para ir envolviéndola con sumo cuidado. No vale hacer pliegues como si fuera hojaldre. El resultado, una tortilla cremosa con un sabor tan definido y redondo que ni en mis sueños más húmedos he conseguido emular.

Ese día probé en su restaurante varios platos más, como su versión del gazpacho y unas carrilleras de cerdo ibérico con una salsa ligeramente escabechada. Todo estaba para mojar un par de barras de pan, pero esa tortilla… ¡Ay, esa tortilla! Ya ha quedado grabada en el cajón de mi memoria, donde guardo recetas sencillas y a las que inevitablemente volvemos, sobre todo porque sus sabores nos anclan a nuestra historia y nos transportan a una despensa de aromas indelebles.

Hace tiempo que en muchos hogares no se cocina. Al abrir la puerta, ya no hay un aroma que envuelve toda la casa, que recuerda a una infancia de pucheros y platos de cuchara. Entre el trabajo, los desplazamientos, las extraescolares, el gimnasio… apenas queda tiempo para colocarse un delantal y preparar un potaje de garbanzos o unas lentejas de esas que después de tomarlas podrías salir desnudo en medio de la nieve sin notar el frío. Ahora lo que se lleva es comer o cenar frente al ordenador del trabajo. Habrá algunos, los más listos, que se hayan aprovisionado de fiambreras maternales, pero la inmensa mayoría recurre a la ensalada de supermercado.

Es más, el otro día me contaba una millenial que nunca ha visto encender la vitrocerámica de su casa. Que ella ha comido toda su vida en el colegio porque sus padres trabajaban todo el día e iban a restaurantes. Que por la noche, con todos en casa, lo que se colocaba encima de la mesa se había comprado en locales de comida para llevar. O se preparaba una ensalada. O, directamente, no cenaban. Y yo me pregunto: ¿no se está perdiendo ese ambiente que se crea en torno a una cocina y que nos llena de recuerdos que perdurarán toda la vida? Con lo que me gustan esos restaurantes que en invierno tienen en carta ollas de pueblo o sopas de fideos hechas con un caldo de esos que al cerrar la boca se te pegan los labios de la gelatina que llevan… O esos guisos elaborados con productos locales que te calientan el estómago y te transportan a otro tiempo.

Pero al final, lo que nos da vida es esa tortilla de patatas jugosa que, no os autoengañéis, no tiene nada que ver con esa empaquetada que tendría mejor uso como sujetalibros; o ese bocata de embutido con pimientosque esperabas con ansia en el recreo del colegio; o esa paella valenciana que mis amigos clavan cada vez que nos juntamos.

Mientras, yo sigo con mis caldos hechos de madrugada, con los guisos de legumbres y las salsas en las que mojar pan sin parar y continuaré cocinando memoria para mis hijos. Y, por supuesto, un día de estos me plantaré delante de Joaquín Schmidt para decirle que, por favor, me haga de nuevo una tortilla francesa.

No importa lo larga que sea nuestra travesía; ni si fuiste uno del club de los célebres o, uno de la legión de los supervivientes. Todos dejaremos nuestra impronta y lo que contará será la profundidad de la huella, lo que dejemos en ella, lo que recuerden de nuestro paso.

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